La importancia de la sororidad

No pensé que tendría que volver a responder a esta pregunta. No pensé que tendría que volver a argumentar y defender la necesidad y la importancia de apoyarnos entre nosotras. Sin embargo, el transcurso de las cosas me devuelve de nuevo a esta cuestión. Los acontecimientos me dan de frente y me muestran que todavía hay muchas personas—en mi atención están más presentes las mujeres: hay muchas mujeres—que creen que el feminismo no es necesario hoy en día.

Si una mira hacia atrás—al siglo XVIII, al siglo XIX, al siglo XX—la desigualdad de géneros es evidente. Las mujeres no hemos gozado de la misma libertad, ni de la misma seguridad, que los hombres: esto es innegable; durante mucho tiempo no hemos podido tener nuestro propio trabajo asalariado, ni nuestro propio dinero (aunque fuera fruto de una herencia), ni tener una cuenta bancaria, ni una casa propia. No hemos podido decidir si nos casábamos o no, si teníamos hijos o no, ni qué pasaba con nuestros cuerpos. Nadie negaría que esa desigualdad ha existido: esto son hechos. El problema está en creer que todo esto está absolutamente superado. Que esa lucha ya está vencida, y que el feminismo, por tanto, a día de hoy, no es necesario.

Hemos vivido durante cientos de años en su mundo: hemos vivido en sus casas, hemos cuidado a sus hijos, hemos caminado por sus calles, trabajado en sus fábricas (siempre y cuando tuviéramos su permiso). Todo ello siempre bajo sus condiciones. En la situación que ellos decidían para nosotras. Cientos de años. Miles de años. Si bien es cierto que la situación hoy en día es mucho más igualitaria que en el siglo XIX, sería muy ingenuo pensar que toda esa estructura se pueda borrar tan rápida y fácilmente. Hemos avanzado y hemos logrado mejorar nuestra situación, pero no hemos conquistado aún plenamente nuestra libertad. Seguimos estando en el mundo, muy a menudo, bajo sus condiciones: seguimos padeciendo la desigualdad salarial, la precariedad para desarrollar nuestra individualidad. Y esto tiene unas consecuencias descomunales. Si no podemos hacer una vida por nosotras mismas (porque seguimos recibiendo menos dinero por nuestro trabajo, porque seguimos expuestas a más agresiones), entonces seguimos viéndonos presionadas e impulsadas a unirnos a un hombre para poder vivir. No me malinterpretéis: no determinadas u obligadas (al menos no en las clases sociales medias en España. Pero podríamos examinar cómo esto es sólo una situación particular.), pero sí coaccionadas.

En este contexto, la sororidad sigue siendo algo fundamental. Y es precisamente la falta de la misma lo que me abruma, me disgusta, y me hace pensar que estamos mucho más atrás de lo que pensamos. Cuando las mujeres compiten entre sí por la atención de los hombres, cuando se comportan como enemigas, hay que sospechar que la igualdad de géneros no existe. Si fuéramos libres, si pudiéramos construir nuestras vidas independientes, no veríamos a los hombres como ese activo jugoso por el que tenemos que pelear y competir, poniéndonos zancadillas entre nosotras.

Lo cierto es que no entiendo la competición cuando se produce a ese nivel, a nivel personal. ¿Competir en una disciplina deportiva? Vale. ¿Competir en un concurso de destreza? Ok. ¿Competir para ver quién es la persona más atractiva? No. Cuando compites con otra mujer te estás entendiendo a ti misma como objeto. Como una especie de trofeo o moneda de cambio. Competir es ver a la otra como una enemiga. Y ese fue siempre el truco para preservar el sistema de desigualdad: mantenernos atomizadas, compitiendo entre nosotras.

Si competimos, no luchamos contra la desigualdad ni contra el sistema. Lo alimentamos.

Caminos del deseo

Antes de hablar señalé.
Antes de hablar besé.
Antes de hablar abracé.
Antes de hablar caminé y ejercí así mi voluntad de dirigirme a donde yo quisiera.

No sé cómo acercarme a las palabras. Como si fueran un animal querido—inmensamente querido—al que, sin embargo, no he prestado la atención debida durante demasiado tiempo. Están enfadadas; probablemente me siguen teniendo afecto, aunque, seguro, están resentidas. Así que me aproximo despacio, a tientas y sin hacer ruido; sin exponer mi mano a su mordisco. 

Durante mucho tiempo pensé que lo mío eran las palabras y me empeñé en escribir. Desde el lugar en el que estoy pienso que nunca lo hice realmente bien; por el sencillo hecho de que estaba equivocada: nunca fueron las palabras. Siempre fue el cuerpo. Antes de hablar bailé.
Antes de hablar señalé.
Antes de hablar besé.
Antes de hablar abracé.
Antes de hablar caminé y ejercí así mi voluntad de dirigirme a donde yo quisiera.

Y supe mostrar a otros lo que yo veía. Lo que yo sentía. Tal vez con mi rostro más que con mis palabras.

Pero ahora hay tan poco cuerpo.
O ahora las palabras también me parecen pequeños cuerpos que bailan y muerden y desean ser dichas y escritas.

No sé si por mi mano o por mis labios.
Pero lo desean.

Cómo se respira en un lugar tan pequeño

Llevo días pensando si hay alguna manera de procesar todo esto. Yo todavía no asimilo todo lo que está ocurriendo; no me creo que mi vida—que nuestra vida—sea ahora esto: esta ausencia de vida. Digo ausencia porque todo parece arrebatado. Porque apenas hay experiencia de nada. Así se debía sentir Jane Eyre mirando por la ventana, quejándose de la falta de variedad en sus días, de la inmutabilidad del horizonte. De la estrechez.

Cómo se respira en un lugar tan pequeño. Cómo se siente una viva cuando se pierde el mundo, la interacción y la diferencia. Todos los días parecen iguales. Una especie de domingo infinito. Todo el mundo en su casa. Todo el mundo callado. O hablando, pero sin poder decir nada.

Me llaman; digo «no hay ninguna novedad». Cómo va a haber nada de lo que hablar.

Estoy leyendo. Me alegro de haber abierto por fin «La resistencia íntima» de Josep María Esquirol. Es el libro perfecto para este momento: me ayuda un poco a entender qué me está pasando, a posicionarme.

Recuerdo perfectamente cuando vimos por primera vez el concepto de angst estudiando la carrera de Filosofía. Tal vez esta angustia aparezca por primera vez formulada claramente en Pascal (uno de mis filósofos favoritos):

«Nada más insoportable al hombre que vivir en pleno reposo, sin pasiones, sin quehaceres, sin diversiones, sin nada en que ocuparse. Entonces siente su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío».

Entendía tan bien esto ya entonces.

Ahora vuelvo a sentirla. Pero de otra forma. Nunca antes había sido así.

No quería escribir exactamente esto. Parece que no se puede estar triste, que todos tenemos que mantenernos animados. No quiero que me animen. Me siento perfectamente legitimada para estar triste. Añoro. Añoro. Añoro.

Menos mal que Josep María Esquirol me dice:

La enfermedad es la cerrazón y, de algún modo, el cierre del tiempo (como si nada ocurriese ni pudiera ocurrir ya). Volver al día a día es volver a la vida; es redescubrir la oportunidad del día a día, y sus demandas e invitaciones: he aquí la suerte de poder volver a la normalidad (también en términos políticos: del estado de excepción a la normalidad). Volver a la normalidad, volver a la cotidianidad es una bendición.

II. Miedo o deseo / clausura o apertura

En nuestro interior todos (o casi todos) albergamos el deseo de abrirnos al mundo, de darnos a conocer, y tenemos la esperanza de encontrar a personas que nos reconozcan y nos quieran por ser exactamente quienes somos. Sin embargo, también tenemos muchísimo miedo a abrirnos y encontrar rechazo, desinterés…

Hace poco pregunté a mis seguidores de Instagram qué deseaban para ellos mismos y si tenían miedo. Me siento muy afortunada y muy agradecida porque muchos decidieron confiar en mí y contarme lo que les bullía por dentro con mucha honestidad. Los resultados eran muy iluminadores.

Casi todos deseaban alcanzar la paz mental, la comodidad dentro de sí mismos, y encontrar a una persona con la que pudieran conectar a un nivel profundo. Ésa fue la palabra más utilizada: conectar. (Y es una palabra que me encanta.) Conectar implica abrirse al intercambio y establecer un diálogo donde haya tanto el encuentro del otro como de uno mismo.

Respecto al miedo, la respuesta fue unánime: todos tenían miedo. Miedo a no encontrar esa conexión—es decir, miedo a ser rechazados al mostrarse tal cual eran; miedo a la pérdida de esa conexión.

Cuando hice esas preguntas…era de esto de lo que quería hablar: de la relación entre deseo y miedo. En nuestro interior todos (o casi todos) albergamos el deseo de abrirnos al mundo, de darnos a conocer, y tenemos la esperanza de encontrar a personas que nos reconozcan y nos quieran por ser exactamente quienes somos. Sin embargo, también tenemos muchísimo miedo a abrirnos y encontrar rechazo, desinterés…

Sin embargo, la conexión no puede producirse sin ese momento de apertura: si no nos exponemos y nos atrevemos a ser vulnerables. Si nos quedamos encerrados por miedo al posible rechazo…en realidad conseguimos justo lo contrario: desconectarnos del mundo y de nosotros mismos.

Ante todas las experiencias de la vida sólo caben dos opciones: o la apertura o la clausura: o el atrevimiento o el miedo. Sin la vulnerabilidad—sin el valor de exponernos al daño—nunca lograremos experimentar nada, ni conectar con nada. Ahí está la pregunta interesante: ¿te atreves a ser vulnerable? ¿Tu deseo es más grande que tu miedo?

I: decisión

Llevo tiempo pensándolo; pero entre el pensamiento y la acción hay un elemento de radical importancia: la decisión. La decisión lleva un instante, pero requiere concentrar toda la fuerza en un solo golpe. Como un relámpago.

Llevo tiempo pensándolo; pero entre el pensamiento y la acción hay un elemento de radical importancia: la decisión. La decisión lleva un instante, pero requiere concentrar toda la fuerza en un solo golpe. Como un relámpago.

Me he decidido: he concentrado mi fuerza en el puño, en los dedos, en los labios. O la fuerza se ha concentrado y la decisión me ha tomado a mí. Creo que no siempre está claro quién tiene a quién. Estoy segura de que algunas cosas nos eligen a nosotros y no nosotros a ellas: como el amor. O la escritura.

De eso trataba, de la escritura. La escritura me eligió. No la elegí yo. Y la prueba está en que no he conseguido zafarme de ella aunque lo haya intentado. Realmente lo he intentado. Si os cuento la verdad…le cogí miedo. Quise huir de ella. Correr a toda velocidad en dirección contraria.

Sin embargo, qué extraño verse a una misma sin la escritura.

Esta vez no voy a intentarlo. Esta vez voy a hacerlo.


Yoda, por una vez en la vida, voy a hacerte caso.

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