Caminos del deseo

Antes de hablar señalé.
Antes de hablar besé.
Antes de hablar abracé.
Antes de hablar caminé y ejercí así mi voluntad de dirigirme a donde yo quisiera.

No sé cómo acercarme a las palabras. Como si fueran un animal querido—inmensamente querido—al que, sin embargo, no he prestado la atención debida durante demasiado tiempo. Están enfadadas; probablemente me siguen teniendo afecto, aunque, seguro, están resentidas. Así que me aproximo despacio, a tientas y sin hacer ruido; sin exponer mi mano a su mordisco. 

Durante mucho tiempo pensé que lo mío eran las palabras y me empeñé en escribir. Desde el lugar en el que estoy pienso que nunca lo hice realmente bien; por el sencillo hecho de que estaba equivocada: nunca fueron las palabras. Siempre fue el cuerpo. Antes de hablar bailé.
Antes de hablar señalé.
Antes de hablar besé.
Antes de hablar abracé.
Antes de hablar caminé y ejercí así mi voluntad de dirigirme a donde yo quisiera.

Y supe mostrar a otros lo que yo veía. Lo que yo sentía. Tal vez con mi rostro más que con mis palabras.

Pero ahora hay tan poco cuerpo.
O ahora las palabras también me parecen pequeños cuerpos que bailan y muerden y desean ser dichas y escritas.

No sé si por mi mano o por mis labios.
Pero lo desean.

Cómo se respira en un lugar tan pequeño

Llevo días pensando si hay alguna manera de procesar todo esto. Yo todavía no asimilo todo lo que está ocurriendo; no me creo que mi vida—que nuestra vida—sea ahora esto: esta ausencia de vida. Digo ausencia porque todo parece arrebatado. Porque apenas hay experiencia de nada. Así se debía sentir Jane Eyre mirando por la ventana, quejándose de la falta de variedad en sus días, de la inmutabilidad del horizonte. De la estrechez.

Cómo se respira en un lugar tan pequeño. Cómo se siente una viva cuando se pierde el mundo, la interacción y la diferencia. Todos los días parecen iguales. Una especie de domingo infinito. Todo el mundo en su casa. Todo el mundo callado. O hablando, pero sin poder decir nada.

Me llaman; digo «no hay ninguna novedad». Cómo va a haber nada de lo que hablar.

Estoy leyendo. Me alegro de haber abierto por fin «La resistencia íntima» de Josep María Esquirol. Es el libro perfecto para este momento: me ayuda un poco a entender qué me está pasando, a posicionarme.

Recuerdo perfectamente cuando vimos por primera vez el concepto de angst estudiando la carrera de Filosofía. Tal vez esta angustia aparezca por primera vez formulada claramente en Pascal (uno de mis filósofos favoritos):

«Nada más insoportable al hombre que vivir en pleno reposo, sin pasiones, sin quehaceres, sin diversiones, sin nada en que ocuparse. Entonces siente su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío».

Entendía tan bien esto ya entonces.

Ahora vuelvo a sentirla. Pero de otra forma. Nunca antes había sido así.

No quería escribir exactamente esto. Parece que no se puede estar triste, que todos tenemos que mantenernos animados. No quiero que me animen. Me siento perfectamente legitimada para estar triste. Añoro. Añoro. Añoro.

Menos mal que Josep María Esquirol me dice:

La enfermedad es la cerrazón y, de algún modo, el cierre del tiempo (como si nada ocurriese ni pudiera ocurrir ya). Volver al día a día es volver a la vida; es redescubrir la oportunidad del día a día, y sus demandas e invitaciones: he aquí la suerte de poder volver a la normalidad (también en términos políticos: del estado de excepción a la normalidad). Volver a la normalidad, volver a la cotidianidad es una bendición.

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