No sé cómo acercarme a las palabras. Como si fueran un animal querido—inmensamente querido—al que, sin embargo, no he prestado la atención debida durante demasiado tiempo. Están enfadadas; probablemente me siguen teniendo afecto, aunque, seguro, están resentidas. Así que me aproximo despacio, a tientas y sin hacer ruido; sin exponer mi mano a su mordisco.
Durante mucho tiempo pensé que lo mío eran las palabras y me empeñé en escribir. Desde el lugar en el que estoy pienso que nunca lo hice realmente bien; por el sencillo hecho de que estaba equivocada: nunca fueron las palabras. Siempre fue el cuerpo. Antes de hablar bailé.
Antes de hablar señalé.
Antes de hablar besé.
Antes de hablar abracé.
Antes de hablar caminé y ejercí así mi voluntad de dirigirme a donde yo quisiera.
Y supe mostrar a otros lo que yo veía. Lo que yo sentía. Tal vez con mi rostro más que con mis palabras.
Pero ahora hay tan poco cuerpo.
O ahora las palabras también me parecen pequeños cuerpos que bailan y muerden y desean ser dichas y escritas.
No sé si por mi mano o por mis labios.
Pero lo desean.
Caminos del deseo
Antes de hablar señalé.
Antes de hablar besé.
Antes de hablar abracé.
Antes de hablar caminé y ejercí así mi voluntad de dirigirme a donde yo quisiera.